Desde tiempos inmemorables el ser humano narra, cuenta historias. Es de las expresiones más naturales que tenemos. Narramos cuentos o sucesos que vivimos, muchas veces agregando una pizca de magia al relato, lo que algunos describen como fantasía. Pero, ¿qué sucede cuando vivís una vida realmente fantástica y podés contarla? ¿Cuándo salís de una pequeña pecera a comerte el mar entero?
No sólo a las personas nos gusta narrar, también disfrutamos mucho el otro lado: escuchar (aunque es verdad que algunas personas carecen de esa habilidad). Nos gusta que nos cuenten. Revivir experiencias ajenas en el relato del otrx, o visualizar mundos extraordinarios provenientes de la imaginación de ese otrx. Hay relatos que nos asombran y otros que nos enojan un montón. Nos duelen las historias de injusticias y nos emocionan las de amor. Nos metemos en el personaje, sentimos las palabras como propias y es porque en definitiva todxs transitamos las mismas emociones.
Narramos con la voz pero también con el cuerpo. Los gestos, las caras, el énfasis en cada palabra. Las pausas necesarias. Hay personas más eufóricas y otras que te atrapan en su naturalidad. Relatamos todo el tiempo, absolutamente todo. Cuando nos juntamos con amigues, con la familia y hasta cuando te cruzás a tu vecina barriendo que te frena para contarte algo de su día. Ella relata, relata su historia. Es nuestra forma de conectar.
La fascinación por narrar llevó a la existencia del cine, a sumergirnos en la pantalla para vivir en un mundo nuevo, diferente y emocionante. Y si de volar a escenarios inimaginables se trata, Tim Burton sabe bien cómo hacernos despegar en cada magnífica obra que encabeza. Muy diferente al tipo de película al que nos tiene acostumbradxs, mostró una nueva faceta en El gran pez, película realizada en el 2003. De imágenes oscuras y temáticas sombrías mezcladas con cierta simpatía, dio vuelta la tortilla y nos regaló una película llena de colores, pureza y más ternura que episodios desafortunados. Logró así un verdadero clásico del cine, que al día de hoy sigo disfrutando tanto como la primera vez que la vi y no me canso de cada historia que cuenta Edward.
La historia, la principal porque hay muchas, cuenta la relación distante de Will con su padre. Edward es un cuentista nato. Un hombre que siempre creyó estar predestinado a grandes cosas y así las cuenta, ¡a lo grande! Tiene mil historias bajo la manga, llena de personajes increíbles. No hay historia que no la describa de forma carismática enamorando a todxs a su alrededor, pero no así a su único hijo. Will también es un cuentista, de otro tipo, es periodista. Creció maravillado con las historias de su padre pero de adulto sólo las tomó como grandes mentiras. Qué decir, hay varias sensaciones que se van perdiendo al crecer.
La historia te atrapa porque hay mucho de la vida real en ella. Por un lado, una relación difícil padre-hijo buscando sanar. Muchas veces lo que más nos molesta de una persona es también eso que nos une a ella, una proyección de lo que no hemos resuelto de nosotros mismos, diría Buda. A medida que crecemos encontramos que tenemos mucho de nuestros padres y compartimos más mañas de las que quisiéramos. No por nada Will se dedica a las historias.
Por el otro, hay un personaje buscando respuestas en su vida, dudando constantemente de lo que no conoce. No cree en las historias, ya no. Toma como fábula lo que dice su padre porque le resulta demasiado sorprendente. ¿Por qué desconfiamos de lo que no conocemos? ¿Por qué no aceptar que hay seres fantásticos? y que no precisamente tienen que tener forma de unicornio y poder volar. Cuando alguien cuenta algo muy espectacular inmediatamente se cree que está mintiendo, porque a ninguna persona en este mundo ordinario puede pasarle cosas así. Pero la verdad es que sí suceden. Y cuando hablo de fantástico no es precisamente ser abducido por un ovni y vivir para contarlo, no. Es el poder de encontrarle la vuelta a lo más simple del día a día. Yo si conozco de esos personajes mágicos con vidas mágicas, sólo hay que mirar más allá y entender su mundo como nos lo cuentan. Después de todo, si alguien cree que está predestinado a grandes cosas, puede también hacer que le sucedan.
Una vez en la vereda de la facu donde estaba con unxs compas, se nos acercó un señor desconocido a conversar. El viejo se contó todo. Todo. Su antiguo trabajo, que ya estaba jubilado, de su hijo, de cuando enviudó, de todo el amor que le tenía a su esposa… todo. Necesitaba hablar. Mis compañerxs se fueron retirando de a unx saludando con la mano porque teníamos que volver a cursar (ayy esa época sin covid!!). Yo sabía que tenía que volver también, pero no podía cortarle el relato. Estaba entusiasmado, recordando cada anécdota y no paraba de hablar. En la última historia quedamos solamente él y yo. Nos despedimos, le agradecí lo que compartió y me agradeció que me haya quedado a escucharlo hasta el final. Tenés el don de la escucha, me tiró mientras me iba. Después agregó que seguramente porque era leonina como él y que los leoninos eran de escuchar (sí, también hablamos de astrología! ja).
No sé si tiene que ver algo con planetas y lunas, pero volví caminando por los pasillos maravillada con ese encuentro casual. Al volver a la clase, esa que ya me había perdido más de la mitad, mis compañerxs entre risas dijeron que el viejo estaba medio gagá y que algunas cosas que había contado eran poco creíbles. Automáticamente me acordé de Edward y visualicé la cara de Will en cada unx de lxs pibxs. Pensé en el viejo como un personaje solitario e incomprendido. No sé si el tipo inventaba o no, pero era divertido lo que contaba y su manera de expresarlo. Y en definitiva contar no sólo es dar a conocer una idea, también es una forma de canalizar lo interno y autoconocerse en palabras.
El viejo necesitaba contar su historia y a mí me gusta escuchar relatos, el que sea, porque siento que también me conozco un poquito más en esas palabras que no son mías.