Hay dos clases de miserables que te tocan el timbre antes de las nueve: los vendedores y los cobradores. Solo se diferencian en que los cobradores no sonríen cuando les abrís. El que me tocó el timbre ayer era un vendedor. Tenía esa sonrisa amable que pide a gritos una trompada. Yo, en pijama, no tuve reflejos ni para cerrarle la puerta en la nariz. Entonces sacó una planilla, me miró, y dijo algo que no estaba en mis planes.
– Disculpe que lo moleste, señor Casciari —su acento era español—, pero nos consta que usted todavía es ateo.
Eso fue lo que dijo. Textual. Ni una palabra más, ni una palabra menos.
Que supiera mi apellido no fue lo que me dio miedo, porque está escrito en el buzón de afuera. Tampoco la acusación religiosa, que pudo haber sido casual. Lo que me aterró fue la frase «nos consta que».
Desde que el mundo es mundo, nadie que use la primera persona del plural es buena gente. Pero la frase «nos consta que» indica, además, que alguien anduvo revolviendo cosas en tu pasado. Y quien la pronuncia nunca es tu amigo, porque habla en representación de otros, y esos otros siempre son los malos. «Nos consta que» es una construcción que solo usan los matones de la mafia, los abogados de tu exmujer y las teleoperadoras de Telefónica.
– ¿Me equivoco, señor Casciari? -insistió el vendedor al notarme disperso- ¿Es usted todavía ateo?
– Son las nueve de la mañana -le dije-. A esta hora soy lo que sea más rápido.
– Lo más rápido es que me diga la verdad.
– Entonces soy cristiano. Tomé la Comunión a los ocho años, en la Catedral de Mercedes. Tengo testigos. ¿Algo más?
– Eso lo sabemos, eso lo sabemos —dijo, sonriente—. Pero también estamos al tanto de que usted, por alguna razón, no se tragó la hostia.
Mi corazón dejó de latir. Esto me ocurre siempre que el pánico me traslada a la infancia. A mis secretos de la infancia. Y entonces la memoria me llevó, rauda, a una mañana imborrable de 1979.
Ahora estoy sentado en la séptima fila de la Iglesia Catedral de Mercedes, vestido de blanco inmaculado, junto a otras trescientas criaturas de mi edad, a punto de recibir mi Primera Comunión. La misa la oficia el padre D’Angelo. Mis padres, mis abuelos, y una docena de parientes llegados de la Capital están a un costado del atrio, apuntándome con máquinas de sacar fotografías.
Tengo dos niños a mi lado. A la derecha Chiri Basilis, y a la izquierda Pachu Wine. Los tres somos pichones católicos fervientes: durante un año entero hemos asistido a los cursos previos en el Colegio Misericordia. Sábado tras sábado, por la mañana, nos han preparado para esta jornada milagrosa, en la que recibiremos el cuerpo de Cristo.
El padre D’Angelo está diciendo cosas que me llenan de alegría, de emoción y de responsabilidad. Habla de ser buenas personas, habla del amor, de la lealtad y del compromiso hacia Dios. Yo estoy hipnotizado por sus palabras. En un momento miro a mi derecha, para saber si al Chiri le pasa lo mismo. Chiri está con la boca entreabierta, lleno de júbilo. Miro a la izquierda, para saber si a Pachu Wine le ocurre otro tanto, y entonces veo su oreja.
La oreja de Pachu Wine está llena de cerumen.
La cera es una sustancia asquerosa, grasienta, que aparece a la vista solo cuando el que la ostenta no se ha lavado las orejas. Pachu tiene un kilo y medio de esa mugre pastosa, como si se la hubieran puesto a traición con una manga pastelera. Es tan grande el asco, tal la repugnancia, que toda la magia del cristianismo se escapa para siempre de mi corazón.
Dos minutos después estoy haciendo fila por el pasillo principal de la Iglesia, dispuesto a recibir la Comunión. Pero tengo arcadas. Cuando me llega el turno, el Padre D’Angelo me ofrece la hostia y yo la tomo con los labios entreabiertos, pero no la digiero por miedo a vomitar a Cristo. Vomitar a Cristo, a los ocho años, es peor que pajearse. Entonces, con cuidado, la saco de mi boca y la guardo en el bolsillo. A la salida, entre las felicitaciones familiares, arrojo la hostia a un contenedor.
Nunca jamás le he contado esto a nadie. Y esta es, de hecho, la primera vez que lo escribo. El hombre que había tocado a mi puerta, sin embargo, conocía la historia.
– Usted no puede saber eso —susurré. Ya no lo tuteaba.
– No se asuste, señor Casciari —me dijo—, y permítame pasar, será solo un momento.
No se le puede negar el paso a alguien que sabe lo peor nuestro, lo nunca dicho, lo escondido. Yo debo tener tres o cuatro secretos inconfesables, no más, y el señor que ahora estaba sentándose a mi mesa sabía, por lo menos, uno.
¿Qué quería de mí este hombre?
¿Quién era?
– No importa quién soy -dijo entonces, leyéndome el pensamiento-. Y no quiero nada suyo tampoco. Solo deseo que evalúe las ventajas de convertirse. Usted no puede vivir sin un Dios.
Respiré hondo. Creo que hasta sonreí, aliviado.
– ¿Sos un mormón? -exclamé-. Casi me hacés cagar de un susto. Es que como no te vi con un compañerito pensé que…
– No soy mormón —interrumpió.
– Bueno, Testigo de Jehová, lo que sea… Sos de esos que tocan el timbre temprano. Un rompebolas de los últimos días.
– Tampoco -dijo, sereno-. Pertenezco a Associated Gods, una empresa intermediaria de la Fe.
– ¿Perdón?
– Las religiones están perdiendo fieles, como usted sabe. Se han quedado en el tiempo. Nuestra empresa lo que hace es adquirir, a bajo coste, stock options de las más castigadas: cristianismo, budismo, islamismo, judaísmo, etcétera, y las revitaliza allí donde son más débiles.
– ¿La caridad?
– El marketing -me corrigió-. El gran problema de las religiones es que los fieles las adoptan por tradición, por costumbre, por herencia…, y no por voluntad. Nosotros brindamos la opción de cambiar de compañía sin coste adicional y, en algunos casos, con grandes ventajas.
– Yo estoy bien así -le dije.
– Eso no es verdad, señor Casciari. Sabemos que usted no está conforme con el servicio que le brinda el cristianismo.
El desconocido tenía razón.
Hace un par de semanas yo estaba en el aeropuerto y se aparecieron unos Hare Krishna. Me dio un poco de rabia verlos tan felices: siempre están en lugares con aire acondicionado y los dejan vestirse de naranja…
– …y nadie les prohíbe ir descalzos —dijo el intermediario, otra vez leyéndome el pensamiento.
Desde ese momento, más rendido que asustado, decidí seguir pensando en voz alta.
– Cuando veo a los mormones me pasa parecido -dije-: a ellos les dan una bici y un traje fresquito. A los judíos les dan un año nuevo de yapa, a mediados de septiembre. A los musulmanes los dejan que las mujeres vayan en el asiento de atrás. Los Testigos de Jehová se salvan de la conscripción… ¿Y nosotros qué? ¿A los cristianos, qué nos dan?
– Buenos consejos, quizás -dijo el hombre.
– No cojas por el culo, no uses forro, no abortes, no compres discos de Madonna -me estaba empezando a calentar-. Prefiero una bicicleta con cambios.
– Eso vengo a ofrecerle, señor Casciari: un cambio… La semana pasada convencí a un cliente cristiano de pasarse al islam. El pobre hombre tenía una novia oficial y dos amantes. Se moría de culpa; casi no dormía. Ahora se casó con las tres y está contentísimo. Lo único que tiene que hacer es, cada tanto, rezar mirando a La Meca.
El intruso empezaba a caerme bien. Por lo menos, tenía una conversación menos previsible que la de un fanático religioso.
– ¿Y cuánto cuesta cambiarse a otra creencia? -pregunté.
– Si lo hace mediante Associated Gods, no le cuesta un centavo. Es más, le regalamos un teléfono móvil o un microondas. Nosotros nos encargamos del papeleo, de la iniciación y de los detalles místicos. Y si no está seguro de qué nueva religión elegir, lo asesoramos sin coste adicional.
– Un teléfono no me vendría mal.
– En su caso no, porque usted es ateo. Está ese pequeño incidente del cerumen -me sonrojé al oírlo en boca de otro-… Los regalos son cuando el cliente se pasa de una compañía a otra, y usted no pertenece a ninguna, técnicamente.
Yo sabía que el problema con Pachu Wine, tarde o temprano, me iba a jugar en contra.
– Pero de todas maneras este mes hay una oferta especial -me dijo el vendedor-: si se convierte antes del 30 de octubre a una religión menor, le ofrecemos una segunda creencia alternativa, totalmente gratis.
– No entiendo. ¿Qué vendría a ser una religión menor?
– Hay creencias superpobladas, como el budismo, el confucionismo… La cienciología, sin ir más lejos, últimamente es lo más pedido por las adolescentes, y ya no quedan cupos… Y después hay otras religiones más nuevas, más humildes. Estamos intentando captar clientes en estas opciones, a las que llamamos creencias de temporada baja.
– ¿Cuáles serían, por ejemplo?
El vendedor abrió su portafolios y miró una planilla:
– El taoísmo, el vudú, el oromo, el panteísmo, el rastafarismo, por nombrar solo algunas. Si usted no es mucho de rezar, y no le importa que no haya templos en su barrio, le recomiendo alguna de estas. Son muy cómodas.
– ¿Se puede comer jamón?
– En algunas incluso se puede comer gente.
– Me interesa. ¿Cuál sería la más distendida?
– Si no le gusta esforzarse, le recomiendo el panteísmo: casi no hay que hacer nada. Solamente, cada mes o mes y medio, tendría que abrazar un árbol, por contrato.
Me entregó un folleto explicativo, a todo color.
– Me gusta -dije, mirando las fotos-, pero tendría que conversarlo con mi mujer…
El intermediario no se daba por vencido:
– Si firma ahora le regalamos también el rastafarismo, una creencia centroamericana que lo obliga a fumar porro por lo menos dos veces al día.
– Me las quedo. A las dos -dije entonces, ansioso-. ¿Dónde hay que firmar?
El intermediario me hizo rellenar unos formularios y firmé con gusto tres o cuatro papeles sin mirarlos mucho, porque estaban todos escritos en inglés. Antes de irse, me dejó una especie de biblia panteísta (escrita por Averroes), un sahumerio, una pandereta y una bolsita de porro santo. Lo despedí con un abrazo y lo vi salir de casa y perderse en la esquina.
Como todavía era temprano me volví a meter en la cama. Guardé la bolsita y la pandereta en la mesa de luz, me puse boca arriba en la oscuridad de la habitación y sonreí. «Todo por cero pesos -pensé, satisfecho- cero sacrificio, cero esfuerzo. Nada de sudor de tu frente, nada de parirás con dolor, ni esas ridiculeces del cristianismo, mi antigua y equivocada fe».
Cristina seguía durmiendo, a mi lado. Su reloj despertador, extrañamente, marcaba todavía las 8.59, pero eso no era posible. Habíamos estado hablando más de una hora con el intermediario. Tenían que ser casi las diez de la mañana. Entonces Cristina se dio vuelta y me abrazó.
– ¿Otra vez te está doliendo la espalda? -dijo, entredormida.
Sin saber por qué, tuve un mal presentimiento. Como si algo no estuviera funcionando del todo bien.
– No, ¿por?
– Las manos… Te huelen a azufre -susurró, y se volvió a dormir.
Entonces sí, el reloj marcó las nueve en punto.