Tres disparos y silencio. Uno, dos, tres. Humo tímido y olor a pólvora en el ambiente. Tres sonidos sordos en la noche, elevaban el misterio de cierta figura en un contexto abstracto.
Voy a empezar a describir la escena de forma tal que las letras me salven del desconcierto. Voy a ser simple, no diré palabras complejas ni dejaré que las oraciones entren en un sinfín de metáforas que dejen al espectador con la libertad de elegir su propio final. Esta vez, no hay segundas lecturas.
Comienzo; el primer disparo vino de sorpresa, traía consigo violencia y alerta roja. Penetraba la oscuridad de la noche una primer pincelada seca. Apuntó una segunda vez, y doy casi por hecho, que el segundo disparó repercutió aún más fuerte que el primero. Sin siquiera esperar que el escalofrío latente aún del primer estruendo entendiera que debía calentar el cuerpo, la figura extraña, arremete con velocidad un tercer disparo, esta vez cambiando de dirección. Luego, silencio.
Uno.
Un cuerpo nervioso, fuma y deja la mano huesuda sobre el atril de madera. Con la otra mano, extiende el pincel de cerda y lo hunde en la carne de la pierna derecha. Sobre el muslo más precisamente. No hay mueca, no hay dolor. La situación es de total control sobre el ambiente. No hay filo de tensión, salvo claro, que el pincel deje de tocar la carne. Tranquilo, el pincel no dejará de tocar la carne hasta el último disparo y silencio.
El humo del cigarrillo era barato, esto lo sé, por el reflejo de la ventana que da al sur de cuarto, no se reflejaba. La figura extraña fumaba y las nubes de humo que largaba la boca pálida formaban una atmósfera de suspenso liviano. Como el drama que te cosquillea la boca del estomago y juega con tus escalofríos. No era su estilo tener la mirada perdida, por el contrario, oportunamente diré, donde ponía el ojo ponía la bala. Mirada segura en el cuerpo nervioso.
El fondo de la obra es profundo, casi como un túnel que conecta dos ideas lejanas. Hay espacio, aire y vacío perpetuo. Supongo, que ese vacío perpetuo enloqueció cada artería de la figura extraña.
Dos.
Yo cruzaba las piernas de derecha a izquierda y viceversa. Llevaba mi mano al mentón como tratando de romper las moléculas de agua que componían la humedad del cuarto. Observaba de reojo la hendidura que sometía la presión del pincel de cerda sobre el muslo. Sus ojos eran confianza y sus huesos sonoros.
Me incorporé del sillón de cuero en el que estaba sentado y el ruido al despegarme fue incoloro. Entonces, el disparo. El primer disparo.
La mano que sostenía el atril ya no estaba en el mismo lugar, ahora enfundaba un mecanismo complejo de alto impacto. Brillaba y olía realmente bien. Un rayo rojo cruzo el lienzo de arriba a abajo. Seco, con
registros del paso feroz, rápido y sorpresivo.
Hubiese deseado estar sentado en aquel momento, pero lejos de estar en esa posición, las rodillas se me doblaron y chocaron entre sí hasta llegar al suelo. Su mirada aún era certera y el vacío de la obra perpetuo. Entonces, el disparo. El segundo disparo.
Los pelos de la barba se peinaban con el viento de violencia. Un esbozo azul sin cuidado cruza al rayo rojo y permite un choque que genera un nuevo color. Dos fuertes impactos retumban en el vacío perpetuo. El lienzo se abre y el polvo microscópico puede atravesar la obra. Empieza una nueva degeneración material.
Tres.
El humo se desvanecía y el olor a pólvora comenzaba a invadir el cuarto. La espesura del ambiente ayudaba a que el rocío corporal se impregnara de cortocircuitos a punto de cargar de truenos el lugar. La figura extraña observa la obra, mira a través de la rajadura y empuña el dispositivo complejo de alto impacto hacia la ventana. Desprende la presión del pincel de cerda de su muslo y dispara hacia los cristales que estallan sin hacer ruido alguno. En ese momento, el exterior comienza a succionar cada elemento del cuarto y la obra. Ya no había rayos, ni atril, ni colores. No estaba el sillón, ni el ruido sonoro de huesos temblando ante el vacío perpetuo. No había nada más. Tres disparos y silencio. Uno, dos, tres.
Humo tímido y olor a pólvora en el ambiente. Tres sonidos sordos en la noche.
Final sin segundas lecturas.
El cuarto es un primer piso, se ubica en uno de los barrios más viejo de esta ciudad. El piso de madera de pino conserva el rechinar de cada paso de mi figura, que va y viene buscando pista alguna del momento exacto en donde nació la inmortalidad de la obra y el autor.
En estos momentos, solo la obra degenerándose en su lienzo roto puede habitar el incómodo momento de sentirse parado ante el vacío perpetuo del cuarto.
Sí, la obra soy yo.