Querido Sur,
El domingo decidí que no quiero ser padre, que no deseo paternar. ¿Se decide el deseo?. Decidí, en todo caso, que si el deseo de paternar se despierta, me excede, me desborda, deberé jugar la carta de mirarme al espejo y repetirme, con los ojos firmes en mis ojos, todas las malas ideas que he tenido a lo largo de los años, desde flequillos impensables a estadías indefinidas en pueblitos evangelistas de Brasil.
Es que, verás Sur querido, yo siempre pensé que era impulsivo, pero con los años fui enterándome de que “impulsivo” es un eufemismo para irresponsable y que “irresponsable” es una palabra todavía demasiado amable para describir a los pelotudos, esas personas que toman decisiones que no pueden sostener y terminan involucrando a otres en su celebración del caos.
Todes conocemos a algún pelotudo, a veces son novios, a veces son padres y a veces son hijos. Yo quiero pensar que el pelotudo no es malo, que hace lo que hace porque piensa que nada es tan grave y que si lo es, siempre se podrá huir. Sí, los pelotudos somos cobardes porque pensamos que los soldados que huyen sirven para otras guerras y demoramos en comprender que es mejor morir en la batalla que en la locura. Nadie que vuelve de la guerra tiene entero el cerebro y ocurre que mi primera guerra fue contra mi padre. No contra él, a pesar de que alguna vez nos vencieron las ganas de irnos a las manos, sino contra la idea que él tenía acerca de la paternidad: una mezcla de obediencia, sumisión y silencio, fórmula que -por supuesto- había aprendido del suyo. Y es por eso que decidí que no quiero paternar, porque la crianza es antes que nada circular, repetitiva, urobórica; una entidad que por sí misma es capaz de abrirse paso entre las mejores y más profundas intenciones que yo pueda tener.
No debe haber frase más trillada que “yo no quiero repetir con mi hijo los errores de mi padre”. Porque yo sé que nadie quiere a consciencia fraguar sobre la otredad la propia noche, pero ocurre que es imposible escapar de la oscuridad, y me parece mucho más coherente -como dice Tanizaki- considerarla parte de la belleza.
Ahora, como padre habré de comprender que la belleza permanecerá con quien habitó la penumbra. Con quien, a pesar de la falta de luz, ha sido capaz de maravillarse con el baile del fuego sobre los leños. Con quien ha sabido abandonar el mundo material y perderse en las formas proyectadas de sus propias manos entre la vela encendida y la sobria lisura de los muros, una madrugada cualquiera, porque afuera hay tormenta furiosa y la electricidad se ha ido y el techo es tan frágil como la inocencia de un niño que juega ajeno a los ensordecedores alaridos del zinc.
La poesía, después de todo, se parece un poco a responderle con belleza a lo ensordecedor, ¿no? Aprender a usar el puño de una forma impensable para quienes nada saben de la alquimia detrás de la sangre que se ha vuelto tinta, sombra que cuenta un cuento.
Pero nadie merece la condena a la poesía. Nadie. La poesía debería ser un destino elegido. Sin embargo, la experiencia ha sabido convencerme de que en realidad, se parece más a una estación de servicio en el medio del desierto. La poesía es un arma inesperada contra la sombra ajena que nos pisa los talones. Algunas personas se han perfeccionado en el arte de huir hacia la luz; otras, las que no corremos tan rápido, aprendimos a girar sobre nuestros talones y apuñalar a los monstruos con biromes. Pero nadie merece la condena a la defensa eterna. Nadie. La poesía es como defenderse.
¿Cómo le explico a un hombre que se olvidó de la magia que cuando extraño a mi compañero respiro sobre sus lápices de colores, que huelen como él? ¿Cómo podré explicarle a aquel pobre patriarca que mi única herencia es esta constante sensación de tener que protegerme? ¿Cómo sabrá comprender un hombre que se olvidó de la magia a un muchacho que piensa que el mundo está hecho de delgados hilos porque una vez vio los hilos en un sueño, y los hilos eran como tela de araña de un color que no tiene nombre? Y a pesar de que nadie merece la condena a la poesía, yo no temo por mi hijx penado a encontrar la forma del arte que lo hará saberse ajeno a mí: yo temo convertirme en el hombre que se olvidó de la magia. Porque si hay algo de lo que estoy convencido es de que la magia del hombre que me dio vida se diluyó completamente con su mandato de paternidad: cada cosmos y cada sueño se le escapó brillando de las manos, como el pájaro que él mismo alguna vez se atrevió a ser, en un sueño.
El orden opresivo del mundo exige paternidades violentas, pondera la firmeza, la abolición de la ternura. Se nos enseña el verbo “crecer” como sinónimo de aceptar que el mundo es un lugar terrible. Se instruye a los hombres en la brusquedad de la obediencia que habrán de ejercer sobre la curiosidad de la infancia.
Yo sé (me lo he dicho muchas veces) que podría hacer el enorme esfuerzo -expresión de los 90’s menemistas, si las hay- de darle a mi hijx algo mejor que lo que me ha tocado a mí de padre, que le subiría conmigo a una casa rodante y le llevaría a recorrer el mundo. Pero entonces me miro al espejo, otra vez a los ojos, bien adentro, y me exijo honestidad: yo no estaría llevando a esa infancia a ver el mundo, sino a encerrarse conmigo.
Entonces pienso en ese padre mal amado que tuve y en las veces que cerró la puerta con llave en mi contra y le agradezco: en cada ocasión, yo estaba del lado de afuera de la casa. Cuando estás en un patio grande, con la noche cerrada sobre vos y una puerta cerrada en tu contra, escribís el primer poema. Creo que mi primer poema se trataba sobre defenderse.
Comprendo ahora y por completo por qué no quiero ser padre: yo no quiero ser padre porque no quiero ser mi padre, pero mucho menos quiero ser mi hijo.