La ballena no me miró, ni supo que yo estuve observándola tanto tiempo. Ella, disfrutando
del mar calmo y celeste de la mañana, giraba, asomaba su cabeza callosa, cortaba la superficie con las aletas, se sumergía, y yo siempre parado al borde del muelle.
Ella no veía las patas de muelle.
Yo estaba parado sobre mis dos piernas, cansado, esperando que hiciéramos contacto.
Ella nunca me miraba, ni siquiera cuando mi celular timbró dos veces, hola, no es nadie, cortaron.
Cuando me di cuenta habían pasado cinco horas y la marea había hecho un vuelco que tampoco pude ver. Porque el mar es un tazón de té celeste que se vadea cuando la mano que lo agarra oscila, por el parkinson.
La ballena estaba dentro de la taza de té y yo desde el muelle, desde arriba del borde, la miraba insistentemente.
Después empecé a concentrarme, la miraba más fijo y hacía fuerza con el cerebelo como para dirigirla. Mirame, movete, date vuelta y mirame, a la derecha, siempre a la derecha. La treta fue eficaz al principio, ella viraba a la derecha, siempre a la derecha pero no levantaba la cabeza en el punto justo en que estaba delante de mí. Me relajé y empecé a concentrarme nuevamente. Dale, girá a la derecha, mirame, mirame ahora, sacá la cabeza, cabeza, arriba, ahora, dale; y mi cabeza hizo tanto esfuerzo que comenzó a doler agudamente. Traté de relajarme, sin embargo el dolor se hizo tan intenso que fue necesario sacar el foco de la ballena y ver el infinito azulado y su horizonte. Despejé la vista, parpadeé varias veces, restregué los ojos, aflojé el cuello, estiré las piernas y caminé pocos metros sobre el muelle, arriba del tazón de té.
La bebida celeste comenzó a volverse azul intenso, mientras la mano con parkinson que la sostenía comenzaba a inclinarse hacia el este, ahora.
Comenzaba otra marea.
Cuando estuve listo, volví al lugar de los círculos donde estaba la ballena. Ella, quietecita, con el lomo al sol mostrando sus cayos. El mar aceitoso y brillante se cortaba con el pedazo de cuerpo negro. Era una incisión delimitada y arisca. Miré el espinazo del animal. Se había quedado quieta, igual que yo. Me acosté de panza en el muelle y quedé ladeado mirando al bicho; me relajé y supe que debajo del agua ella tenía la cabeza inclinada mirando al muelle. Mi cuerpo hacía una curva negra sobre la recta de madera. Nos quedamos extasiados, los dos quietos, como borrachos relajados y silenciosos. La brisa salada acariciaba mi cara y sus cayos.
Dentro del bolsillo, atrapado, el celular comenzó a timbrar otra vez con su musiquita digital, fue infinito el tiempo que tardé en llegar a contestarlo. Hola, no contesta nadie, otra vez, nunca contesta nadie y joden todo el tiempo. Quién habla.
Desconcentrado y brusco, susurré en el teléfono, por qué no dejás de joder. Guardé el aparato, y cuando volví la vista al mar, la ballena dio un respiro alto de gotas de mar lluviosas, se sumergió, y no volvió a aparecer.
Nunca más llamaron a mi celular.